Pasé mi niñez en una casa de pueblo de esas enormes
que no son nuevas pero tampoco viejas; una de esas casas en la que te puedes
encontrar desde un trasto viejo, olvidado hace tiempo, hasta un fantasma
escondido detrás de las cortinas del salón. Cuando llegaba el buen tiempo, las
golondrinas hacían sus nidos en los aleros de los tejados que veía desde mi
ventana. Me remonto a esos días en los que yo estaba al final de esa etapa de
la vida que algunos denominan “edad del pavo”. Por las tardes, después de
estudiar y de hacer alguna que otra tarea, siempre acababa en mi lugar favorito
de la casa, la cocina, que estaba en la primera planta; era grande, y ahora
diríamos que un poco “vintage”, con sus azulejos de dibujos geométricos en
grises y rosáceos, su cocina de gas butano y una mesa redonda de madera
cubierta con un hule de plástico. A esas horas se inundaba de sol y brillaba
como si hubiésemos abierto un cofre lleno de monedas de oro. Junto a la ventana
de hierro, pintada de blanco, tenía una puerta que daba paso a una terraza
desde la que se veía el patio y un paisaje de tejados y chimeneas que se
perfilaban en el cielo de Madrid. Pero lo que ahora quiero recordar no es el
buen tiempo, ni la casa, ni la cocina, lo que quiero recordar es a mi madre y a
mi hermano allí conmigo. Ella entretenida haciendo punto, ganchillo o leyendo
alguna novela; ella que parecía poder con todo. Él sentado como siempre en la
silla, en su silla, fumando un cigarrillo detrás de otro, por hacer algo, a
veces sin ganas. Casi siempre juntos. Fuertes y frágiles al mismo tiempo. Esperábamos
a que mi hermana saliera del estudio, y entonces preparábamos algo para
merendar: unas fresas con leche y azúcar, un bocadillo o una rebanada de pan
con chocolate, por citar algo. Eran años en los que no te sentías culpable por
comer ciertas cosas que hoy tratas de evitar.
Aquellos días había algo me gustaba por encima de
todo lo demás, y eran los musicales: Camelot, Cantando bajo la lluvia, West
Side Story, My Fair Lady…, y por supuesto mis planes de futuro incluían lo de
ser actriz y protagonizar algún día una de esas maravillosas historias. Así que
me pasaba el día canturreando y bailoteando escenas de las películas que me
sabía de memoria. Eso les divertía mucho, y a mi hermano le hacía reír. Él
siempre reía, aunque la vida a veces no tuviese gracia. En ocasiones me pedía
que imitase la voz de E.T., el extraterrestre de la película de Spielberg, que
me salía muy bien. “Mi casa”, “Elliot”, decía poniendo el dedo tieso y
señalando al techo. Al final mi madre me regañaba, ya que acababa haciéndome
daño en la garganta al forzarla tanto. Desde luego que lo hacía porque me
gustaba verle reír. Lo pasábamos bien también recordando nuestros juegos
infantiles, cuando nos juntábamos con Tomás, nuestro primo. Solíamos jugar a los
indios y pistoleros, o en la cabaña que nos habíamos hecho a lo Robinson Crusoe.
Algunas veces mi madre nos contaba anécdotas de su infancia, que solían ser
muchas, porque eran seis hermanas; y otras, mi hermana nos explicaba algo
interesante de lo que había estudiado recientemente. Así se nos pasaban las
horas hasta que se hacía la hora de preparar la cena. Mi padre cerraba la
tienda, subía y se sentaba un rato en el salón para ver la televisión.
Parecía como si nunca se fuesen a acabar aquellas
tardes que no sólo pasaban envueltas en detalles cotidianos, sino también de los
sueños de una familia que aspiraba a estar siempre unida, y que muy pronto se iba a romper en pedazos.
Son muchos
recuerdos en uno. Son tesoros que se guardan en la memoria para siempre. Ellos
se fueron y se llevaron consigo las tardes de buen tiempo.
Autora: Ana
Fondevilla
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