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El mar de Mery



                                A mi hermana Mercedes


Todas las tardes, cuando el sol estaba a punto de esconderse tras el horizonte, María cogía el farolillo para iluminar el camino de regreso, cerraba la puerta de su pequeño apartamento y bajaba a la playa. En esa época del año todavía estaba desierta. Se acercaba mucho a la orilla para sentir la arena mojada bajo sus pies. Iba despacio, observando todo a su alrededor: los colores, las gaviotas, la espuma revuelta, alguna que otra concha, que volvía a echar al agua porque ella creía que pertenecía al mar.
Aquella tarde fue distinta de las demás. En una de las rocas que se introducía en el mar al final de la playa, distinguió una silueta. Apenas quedaba luz y hasta que no estuvo muy cerca no se dio cuenta de que se trataba de una niña de unos nueve años con el pelo negro rizado y la piel oscura. Estaba sentada mirando fijamente el mar.
            —Hola —dijo María.
        —Hola —respondió la niña, sin dejar de mirar el horizonte y con la cara iluminada por la luz de la luna.
            María se sentó en un saliente cercano. Un descanso no venía mal a su edad. El aire fresco y húmedo les mecía el cabello.
            —¿Estás sola? — le preguntó.
            —Sí, he venido a mirar las estrellas —contestó la niña.
            —Bueno, entonces deberías mirar un poco más arriba, al cielo.
            —No, me refiero a las estrellas del mar.
           —Pero eso son los reflejos de la luna en el agua —intentó explicarle María—. La estrellas de verdad están allí arriba  —dijo levantando el brazo y señalando con el índice.
            La niña levantó la mirada unos segundos, luego volvió su cara hacía María y después siguió mirando fijamente el mar.
            María agudizó la vista en un intento de descubrir si realmente había algo que se le escapaba en las negras aguas marinas. Al no encontrarlo, dejó pasar unos minutos en silencio, disfrutando del  sonido de las olas.
            —¿Cómo te llamas? —preguntó al fin.
            —Mery —respondió la niña.
            —¡Vaya!, tienes un nombre muy bonito
            —Significa feliz, me lo pusieron por mi abuela.
            —¡Ah!, ¿y vives con tu familia aquí, en el pueblo?
Antes de que la niña contestara, el ladrido lejano de un perro hizo que María mirara en dirección al acantilado. Parecía venir de allí. Intentó distinguir al animal en la oscuridad, pero no vio nada. Fue cuestión de segundos, sólo había apartado la vista un instante, sin embargo, tiempo suficiente para que Mery hubiese desaparecido. María encendió el farolillo y alumbró a su alrededor; incluso comprobó que no hubiese caído al agua. Estaba totalmente sola.
            De vuelta al apartamento, iluminada por el resplandor del farolillo como si fuese una luciérnaga, pensó que tal vez lo había imaginado, como cuando de niña hablaba con sus amigos irreales, que no invisibles porque ella les ponía cara e incluso cuerpo, casi siempre más parecidos a duendes y hadas que a personas de carne y hueso.
                              
                    
La tarde siguiente, Mery volvía a estar en la roca que al final del acantilado se introducía en el mar. De nuevo tenía la mirada fija en el agua, esta vez con los ojos tristes, o eso le pareció a María.
—Hola Mery.
—Hola.
—¿Otra vez mirando las estrellas?
—Sí —dijo lacónica.
—Pero hoy pareces triste, ¿te ocurre algo?
—Es que he estado hablando con una sirena que me ha dicho que lo que resplandece en el agua no son las estrellas, sino las almas de los que se han ahogado en el mar, que brillan cuando la luna las ilumina —explicó—.  Y eso me ha puesto triste.
—¿Así que eso te ha dicho una sirena?
—Sí, eso me ha dicho, pero yo le he respondido que no, que son las estrellas que se cansan de estar ahí arriba, tan alto, y bajan por la noche a nadar un rato, y que la luna las vigila para que no se ahoguen porque seguro que no saben hacerlo muy bien —aclaró totalmente convencida—. Claro, es normal, nadie les ha enseñado a nadar.
María miró al cielo nocturno y vio las estrellas que parpadeaban como si estuvieran conversando unas con otras. Luego miró al mar que empujaba la espuma a la orilla como siempre; los mismos reflejos plateados sobre las olas; la brisa que les hacía ondear el cabello. Todo igual. Pero un sentimiento de tristeza la abordó por sorpresa al pensar en las almas de los ahogados y sobre todo al pensar en esa niña tan extraña y solitaria.
—Bueno, yo creo que al reflejarse en el agua sí que parece como si las estrellas estuviesen nadando —dijo María para animar a Mery—. Dicen que las sirenas son un poco embusteras, así que no debes hacerle mucho caso.
Pero Mery ya no estaba, había vuelto a desaparecer. Eso dejó a María desconcertada durante un buen rato. Se sentó en el mismo sitio que hasta hacía bien poco había estado la niña, y se puso a pensar: “¿Estaría perdiendo la razón? Muchas personas mayores acaban hablando solas, ¡tampoco es tan raro! No puedes estar todo el día en silencio”. Y así continuó durante todo el camino de vuelta al apartamento.
   
A la tarde siguiente estaba deseando ver a Mery. Se había pasado toda la noche sin pegar ojo en la cama, dándole vueltas a una idea que aunque le había quitado el sueño —la verdad era que habitualmente sólo dormía cuatro o cinco horas—, había conseguido que se levantara tan ilusionada que al mirarse en el espejo por la mañana tuvo la impresión de que se veía rejuvenecida.
            Antes de salir, sacó el joyero, cogió una pulsera que tenía de Olivia y la guardó en el bolso. Se la compró cuando tenía más o menos la edad de Mery. Era una fina cadena de plata con una estrellita en el centro. Una lágrima le hizo cosquillas al resbalar lentamente por su mejilla. No lo podía evitar, siempre que veía algo que le recordaba a su hija se le escapaba alguna lágrima, —y  es que el tiempo no lo cura todo—, pensó —aunque haya gente que crea eso.
Sintió una inmensa alegría al distinguir la pequeña silueta sobre la roca. Aceleró el paso porque no quería perder ni un minuto del breve espacio de tiempo que pasaba con ella.
—Hola, Mery —dijo María, sentándose junto a la niña—. Tenía muchas ganas de verte 
—¿Para qué? —preguntó Mery.
—Mira, te he traído un regalo—dijo sacando la pulsera de su bolso y colocándosela alrededor de la muñeca.
  El rostro de Mery se iluminó como si ella misma fuese la luna resplandeciente.
—¿De verdad es para mí? ¡Gracias! ¡Es muy bonita!
—Me alegro de que te guste —añadió María—, bueno quería dártela y también preguntarte una cosa.
  La niña escuchaba con atención.
—Verás...me gustaría saber dónde vives, por qué te vas sin despedirte de mí, quiénes son tus padres,  si tienes hermanos…
—Pero eso son muchas preguntas —protestó Mery.
—Sí, tienes razón, perdóname…, es que hay tantas cosas que no sé de ti.
—Bueno, si quieres te puedo contar que cuando era pequeña hice un viaje muy largo con mi familia—empezó Mery a relatar—. Me acuerdo que mi madre me cogió en brazos y nos subimos a una especie de barco pero que parecía un flotador enorme. Tuve mucho miedo porque íbamos como volando por encima de las olas, que eran muy grandes. Hacía mucho calor y tenía ganas de beber agua, pero no la del mar, que esa está muy mala.
María escuchaba muy atenta sin tan siquiera pestañear por si la niña volvía a desaparecer.
—Una mujer iba cantando una canción —continuó—, pero no recuerdo cual. Ahora pienso que a lo mejor era para animar un poco. Después de mucho tiempo la luna salió con las estrellas y todo se puso muy oscuro. Yo tenía mucho sueño pero no podía dormir porque me daba miedo que saliera un pez gigante del agua y nos quisiera comer.
Se detuvo para coger aire, como si el mero hecho de contar esa historia le fuese restando tiempo a su existencia. Una bruma apareció desde el mar, desdibujando ligeramente los contornos.
—Mery, creo que deberías contarme el resto mañana —intervino María sintiendo angustia por la pequeña—, pareces cansada.
En ese momento, una nube pasó lentamente tapando la luna, y fue como si la oscuridad se hubiese llevado consigo a Mery, porque cuando la luz volvió a iluminar la playa, la roca estaba vacía. María se dio cuenta de que no había tenido tiempo de hacerle la pregunta más importante.
                                              

Pasó toda la mañana preguntando por el pueblo: en la panadería, en la biblioteca, en el parque a una niña que debía de tener más o menos su edad, al monaguillo en la iglesia, que el cura había salido a visitar enfermos o algo así. Nadie sabía nada de Mery. Así que esperó impaciente a que pasaran las horas hasta que volviera a coger el farolillo, cerrara la puerta del pequeño apartamento y bajara a la playa para encontrarse con ella.
—Si estás sola o te has perdido, ¿por qué no te vienes a vivir conmigo?
María no esperó a subir a la roca, ya desde la base formuló su pregunta, sintiendo cómo los nervios revoloteaban en su estómago igual que las polillas alrededor de la luz de una farola.
—¿A tu casa? —quiso saber Mery, que parecía ilusionada con la idea.
—Bueno, es un apartamento pequeño, pero tengo sitio de sobra para las dos —le explicó María.
—¿Y no tienes familia?
—Sí, lo que pasa es que hace tiempo que se fueron…, y ahora estoy sola —dijo María conteniendo esas lágrimas que le dolían en los ojos.
Mery se quedó un rato callada, pensativa, mirando de nuevo el mar. Las olas golpeaban la roca y de vez en cuando les salpicaban las piernas.
—Es que yo tengo que ir a mi casa, con mi familia, que seguro que me están esperando —dijo Mery, sin ser consciente de la desilusión que provocaba en María—, lo único es que no me acuerdo del camino. Creo que estaba al otro lado del mar.
María tuvo que sacar el pañuelo de su bolsa. Le escocían tanto los ojos que tendría que ponerse a llorar. Y no quería hacerlo delante de la niña. Cuando terminó de secarse no le hizo falta mirar, presintió que Mery ya no estaba.


                             
                     
            La lluvia despertó a María por la mañana. Eran gotas muy finas que apenas rozaban los cristales de las ventanas. Pensó que si arreciaba no podría bajar a la playa, pero al instante desechó ese pensamiento: “Sí, iría aunque fuera con paraguas”         
            Cuando por la tarde salía del apartamento, comprobó que había dejado de llover, no obstante guardó el paraguas en la bolsa por si acaso.
            El mar estaba en calma, y las olas que llegaban a la orilla formaban pequeños remolinos alrededor de sus pies. La luna se escondía detrás de las nubes que cubrían el cielo y que habían extendido un filtro que lo envolvía todo con un velo plomizo.
            La roca que al final de la playa se introducía en el mar estaba vacía.
            María subió y se sentó en el mismo saliente de siempre. Miró a su alrededor. “Esperaré un rato” —pensó mientras miraba el reloj.
          Dos horas después, cansada de esperar inútilmente, decidió marcharse. Había empezado a soplar un viento con fuerza suficiente para llevarse consigo alguna de las nubes. La luna apareció entre ellas y, entonces, algo asombroso ocurrió: todas las estrellas comenzaron a brillar, pero no eran las que había en el cielo, sino las que Mery veía en el mar. María permaneció inmóvil observando aquel fantástico espectáculo hasta que se dio cuenta de que había una que brillaba con más intensidad que el resto. Y entonces supo que no volvería a ver a Mery. Y al contrario de lo que podríamos esperar, no se puso triste.
            Volvió a su apartamento y rebuscó entre las cosas que guardaba en una caja en el fondo del armario. No tardó en encontrar aquel cuadernillo que fue una especie de diario que escribió cuando era niña. Estuvo leyendo un rato, sobre todo las primeras páginas, y volvió a recordar. Y recordó aquel viaje que hizo con su familia en un barco que parecía un flotador enorme y que también volaba por encima de las olas que eran muy grandes. Y recordó también que tuvo miedo de que un pez gigante saliese del agua y les quisiese comer. Recordó igual que Mery.
            María siguió bajando a la playa todas la tardes para ver las estrellas, y no las que había en el cielo, sino las que brillaban en el mar que siempre sería de Mery.

             
                                                                            
                                                                    Ana fondevilla


           
           



2 comentarios:

  1. Que precioso cuento !!!. Muchas gracias a ti y a todos los escritores que con su esfuerzo hacen que las personas seamos mejores.

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  2. Me ha gustado mucho tu cuento. lleno de sensibilidad y dulzura.

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Él me encontró una vez