Pasé mi niñez en una casa de pueblo enorme, de esas
que no son ni viejas ni nuevas, una casa que al final se convirtió en una
especie de jaula dorada de la que me resultaba casi imposible salir. Unas
larguísimas escaleras se transformaban en un abismo profundo, en una montaña
elevada, y yo estaba en la cima; y la silla mi trono, mi condena. Había
empezado a echar de menos a mis amigos, a los que perdí cuando la cosa empeoró.
Hacía mucho tiempo que no sabía nada de ellos. Aunque en casa me decían que no
debían de ser tan buenos amigos, yo no podía evitar acordarme de ellos y de lo
bien que lo pasábamos juntos. Las cosas son así, y cuando todo se tuerce, la
familia es lo único que queda.
Ahora desde esta nube en la que me encuentro,
recuerdo aquellas tardes, cuando llegaba el buen tiempo, y la jaula brillaba
más que nunca bañada por la luz del sol. Estaba deseando que mis hermanas
volvieran de clase: la mayor de la Facultad de Medicina y la pequeña del
instituto. Yo había tenido que dejar mis estudios y me pasaba el día fumando
sin parar y dándole vueltas a la cabeza. Eso sí, nunca me quejaba, ¿para qué?, ¿para
hacer sufrir a los demás? A esas horas de la tarde siempre acabábamos en la
cocina. Mi madre en su silla, cerca de la puerta de la terraza, haciendo punto,
ganchillo o leyendo. Qué habría sido de mí sin ella, sin su fortaleza. Su sola
presencia me reconfortaba bastante. Mi hermana pequeña era dos años menor que
yo. Le gustaba mucho hacer el tonto, creo que para alegrarme un poco la
existencia. Me hacía reír mucho cuando se ponía a imitar a E.T. el
extraterrestre de la película de Spielberg. Decía “mi casa”, “Elliot” mientras
ponía el dedo tieso y señalaba al techo. La verdad es que no lo hacía mal,
tenía mucha gracia. Pero lo que me encantaba era verla bailando y canturreando
escenas de sus musicales favoritos, y es que decía que sería actriz sólo para
hacer películas de esas. Tenía toda la vida por delante para cumplir sus
sueños. Los míos tuve que guardarlos en un cajón por si todo se arreglaba y los
necesitaba más tarde. Y allí metidos se quedaron.
Cuando salía mi hermana mayor del cuarto de estudio,
preparaban algo para merendar, y nos lo comíamos allí, todos juntos. Mi
hermana, que era como una segunda madre. Tenía la impresión de que estaba
preocupada, y hasta me atrevería a decir que agobiada. Como estudiaba medicina
tuvo que encargarse de todo, la pobre. A menudo solía leernos el periódico
porque decía que no había que perder el contacto con el exterior y que debíamos
de estar informados de todo lo que ocurría en el mundo; otras veces nos contaba
algo de lo que acaba de estudiar y que ella consideraba que nos podía interesar.
Yo la dejaba hacer, aunque en ocasiones me desconectaba un poco y me perdía en
mis pensamientos. También le gustaban mucho los abrazos, y apretaba con fuerza,
como si fueran una despedida, aunque estoy seguro de que no era esa su
intención, porque uno no sabe cuando se va a marchar. Y así, entre unas cosas y
otras, cuando queríamos darnos cuenta se había hecho la hora de preparar la
cena. Mi padre cerraba la tienda, subía y se sentaba un rato en el salón a ver
la televisión, cansado de un día tan largo.
Pues bien, de esos años, lo único que quiero
recordar son aquellas tardes de buen tiempo con mi familia, lo demás desearía
borrarlo de mi mente, creo que así sería más ligero y podría viajar en esas
nubes que hay mucho más altas, las que están casi rozando el espacio.
Autora: Ana Fondevilla
Autora: Ana Fondevilla
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