Por fin en el Boquerón
El barco estaba preparado para zarpar. Sólo esperaban la llegada de Juanito Guindilla. En la cubierta, impacientes, se encontraban Frasco Guindilla, más conocido como capitán Ron, y su esposa Juana Jazmín. Aunque su edad no se sabía con exactitud, se calculaba que tenían, más o menos, unos sesenta años. El capitán Ron, apodado así por los fuertes ronquidos que daba cuando dormía y no por una desmesurada afición a la ingesta de ron, era un hombrecillo gordinflón de prominente barriga y ondulado pelo, sospechosamente negro teniendo en cuenta su edad, Adornaba su cara un fino y gracioso bigotillo que le daba un cierto aire de persona antigua salida de las viejas películas en blanco y negro.
El capitán había ejercido gustoso como patrón de barcos mercantes, y en muchos de sus largos viajes por el océano le había acompañado su esposa, Juana Jazmín. En su juventud fue la mujer más hermosa del pueblo donde nació. Ahora se había convertido en una abuelita de cara agradable y figura estilizada, pero con un carácter ciertamente peculiar.
Vivían en un viejo y destartalado barco velero llamado Boquerón, en el que todos los años acogían a Juanito, su único nieto, durante las vacaciones de verano.
-¡Mira, allí viene! -dijo el capitán Ron-, ¡Y cómo ha crecido!
-Pues yo le veo igual de escuchimizado que el año pasado -contestó la abuela Juana, siempre tan cascarrabias.
Por la pasarela del barco subía Juanito Guindilla acompañado de su padre, Tomás Guindilla. el muchacho llevaba en la mano una maleta pequeña de color rojo y sobre la espalda una mochila vaquera. Era un niño delgado y no demasiado alto para su edad. Tenía el pelo negro con unos rizos rebeldes, difíciles de peinar, y la cara salpicada de pecas. A pesar de tener aspecto de niño travieso, en realidad era bueno y obediente, casi siempre.
-¡Adiós! ¡Adiós papá! -se despidió Juanito, moviendo lentamente la mano.
-¡Adión Tomás! -dijo el capitán Ron, agitando un pañuelo blanco-. ¡No te preocupes, cuidaremos bien de él!. ¡Vete tranquilo!
A medida que el barco se alejaba del muelle, el padre de Juanito se veía cada vez más y más pequeño.
Mientras la abuela Juana guardaba el equipaje en el camarote, Juanito Guindilla y el capitán se quedaron en la cubierta decidiendo el rumbo a tomar.
-Bueno Salmonete (así era como llamaba algunas veces a Juanito), ¿a qué país lejano quieres que vayamos? -le preguntó el capitán Ron, poniendo ambas manos en el timón.
-¡A la Conchinchina! -contestó Juanito.
Entonces el capitán se echó a reír:
-¡Je, je, je! ¡Bien... bien!, iremos donde tú quiera, Salmonete. Pero primero tenemos que pasar a recoger a la tripulación.
Como el Boquerón estaba ya un poquito viejo nunca pudieron llegar a ese lugar tan lejano, pero lo que sí hacían cada verano era navegar con rumbo a islas misteriosas en las que solían ocurrirles sorprendentes peripecias. Juanito tenía la sospecha de que esas islas no aparecían en ninguna carta de navegación.
Con la última risotada, el capitán Ron giró el timón a estribor en dirección a isla del Coco, donde vivían todos los miembros de su tripulación: el marinero Martínez, Angelillo Collejo, ex comisario de policía y Don Donato, médico jubilado, pero con el corazón de un lobo de mar.
-Una cosita, Juanito -dijo el capitán Ron, pidiendo al muchacho que se acercase con un claro e inequívoco movimiento del dedo índice.
-Dime abuelo -contestó Juanito, aproximándose cuanto pudo.
Antes de empezar a hablar, el capitán Ron comprobó que no había moros en la costa, o mejor dicho, abuelas en la costa que pudieran escuchar lo que estaba a punto de decir.
-Hay algo que quiero contarte -musitó en voz baja, tan baja que el muchacho apenas pudo escucharlo-. Tu abuela no sabe nada de esto, así que espero que sepas guardar bien un secreto.
-Claro que sí, abuelo -afirmó el chico, intrigado-, soy muy bueno guardando secretos.
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