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Maruja San, detective de andar por casa. Fragmento II

          Con el aire del ventilador dándole de lleno, aquel hombre comenzó con su historia poniéndonos en antecedentes para después exponer el verdadero problema. Se llamaba Edmundo González Cuesta, y no andaba yo mal encaminado cuando deduje que no le debía de faltar la pasta. Nos dijo que había conseguido su fortuna empezando desde abajo con una pequeña carnicería. Ahora era dueño nada más y nada menos que de quince repartidas por todo Madrid -hay que ver lo que dan de sí las chuletas-. Se había quedado viudo hacía cuatro meses y vivía con su única hija en un chalé de los Berrocales, una zona residencial situada a unos diez kilómetros de Madrid. Y ahí estaba el problema, no el el chalé, que seguro que era de lujo, sino en esa hija que Dios le había dado. Según nos contó, Silvia, que era como se llamaba la chica, siempre había sido una joven ejemplar, educada, obediente y muy estudiosa; vamos, la hija modelo que todos los padres le pedirían a la cigüeña. Y por si era poco, también aficionada al pádel y a tocar la guitarra en el coro de la iglesia.
          Al tipo no pareció importarle que me hubiese quedado de oyente, y mientras narraba su historia salteaba su mirada de Maruja a mí y viceversa. Ambos asentíamos cada vez que nos echaba el ojo encima. Yo me había colocado de pie junto al ventilador, y cuando me di cuenta de que el carnicero se guardaba el pañuelo mojado de sudor en el bolsillo de su arrugada chaqueta de lino, decidí conectar el botón que hace que el ventilador oscile y mueva el aire en todas direcciones. Me había acordado de eso que dice mi abuela Remedios de que no es bueno que te dé el aire muy de cerca cuando estás sudando porque se te puede enfriar el sudor y luego vienen los catarros de verano, que dan mucha pereza.
          Maruja escuchaba atentamente sin hacer, de momento, ninguna pregunta, pero realizando de vez en cuando breves anotaciones. La primera pregunta la formuló cuando supimos que a raíz de la muerte de la madre, la tal Silvia había cambiado, según el carnicero, o sea, presuntamente. Ya no era la muchacha educada y modosita, sino que ahora, padre e hija mantenían enfrentamientos constantes. Se mostraba excesivamente reservada, parecía haber cambiado de amistades, y los breves espacios de tiempo en los que se encontraba en la casa, al parecer se encerraba en su habitación con la música a todo volumen. Vamos, una alhaja para su padre, aunque sinceramente así me pareció a mí la cosa más normal, porque qué hijo no sube un poquito los decibelios de la música y tiene sus rifirrafes con los padres; yo mismo, sin ir más lejos, a pesar de tener mucha confianza con mi madre, que hasta prefiere que la llame Maruja, porque dice que así parecemos colegas y todo.
                    -Así que su hija se llama Silvia González... ¿qué más? -preguntó Maruja.
                    -García, Silvia González García -respondió rápidamente el carnicero.
                    -Me dice por favor su edad.
                    -Cincuenta y cuatro años recién cumplidos.
                    -No, por favor, la de Silvia -objetó Maruja, dibujando en su boca una discreta sonrisa.
                    -¡Uy! claro, ella hace los dieciocho en diciembre, el treinta y uno. Una fecha muy señalada.
                    -Ajá... -dijo mientras lo anotaba en la ficha del caso-. Y piensa que ya no tiene los mismos amigos, ¿no es así?
                    -Creo que no -contestó-, antes siempre salía con sus amigas de toda la vida: Clara del Valle, Justa Aparicio y Mª Luz Sierra de la Cruz, tres chicas buenísimas.
          Claro -pensé-, con esos nombres cómo se les va a ocurrir ser malas.
                     -¿Y en qué se basa para creer que ya no son amigas?
                     -Bueno, al principio la llamaban por teléfono, cuando ella ya se había marchado de casa. Ahora ya no lo hacen. Hace bastante que no sé nada de ellas.
                      -Ya, entiendo -añadió Maruja muy seria.
          Al llevar tanto rato en pie y con ese calor, a mí me empezaron a flojear las piernas, así que aunque me dio la impresión de que no era de muy buena educación, con paso lento para no distraer del asunto, me fui a la retaguardia y me acoplé en el tresillo, aunque me sudara la entrepierna.
          Maruja, mirándome por el rabillo del ojo, continuó con su interrogatorio:

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