Las hadas del agua que se esconden en las olas se preguntan quién es esa niña que va tan sola. Camina despacio muy cerca de la orilla y el agua salada se enreda entre sus cortas piernecitas.
Se habrá perdido –susurran entre la espuma–. Tal vez quiera venir a jugar con nosotras.
La niña tiene tanto miedo que no puede ni echarse a llorar. Hay mucha gente a su alrededor pero nadie se fija en ella. La puerta de su pequeño mundo está abierta y ahora está fuera. No sabe a dónde se dirige y si llegará a alguna parte, pero teme no poder volver jamás.
Escucha cómo la llaman desde el agua. Las olas son cada vez más grandes y el murmullo es tan fuerte que no le deja oir la voz de una mujer que se desgarra la garganta gritando su nombre.
La arena cede ligeramente bajo el peso de sus pies y va dejando pequeñas huellas que no tardan en desaparecer borradas por el agua.
¿Cómo van a poder encontrarla? ¿Qué harán sin ella? ¿Estarán tristes para siempre?
De repente se hace el silencio. El mar detiene su rugido, y de entre el gentío surge una figura. Es un hombre alto, delgado, con el pelo blanco y negro. Sus ojos están a punto de quedarse ciegos del resplandor del sol en el agua y de tanto buscar. Cuando la ve el corazón vuelve a su sitio.
Aunque a penas tiene fuerzas, la niña corre hacia él. Le ha visto y ya no oye los susurros del mar.
Enseguida la levanta sin esfuerzo y la rodea con los brazos. Ella se agarra fuerte a su cuello y se echa a llorar.
Dedicado a mi padre, que se fue hace poco..., o quizás hace mucho.
Él me encontró una vez.